Conocí a los Celtas Cortos hace más de dos décadas. Musicalmente antes. En 1989 sacaron Salida de emergencia, el que fue su primer disco. Guardo el vinilo como oro en paño. Al año siguiente, ese folk fue cogiendo cuerpo roquero y letra -con arresto y enjundia- en Gente impresentable. Desde entonces, otros nueve álbumes de estudio (más otro puñado de recopilatorios y algunas incursiones en solitario, como el Caimán verde, de Jesús Cifuentes). Unos mejores que otros, pero todos con ese poso agradable que deja la buena gente. O al menos es la sensación que tuve aquella noche que acabamos desayunando tras horas de alcohol, risas y buena charla. Y eso que lo habían dado todo en el escenario. No somos amigos. Nunca más he vuelto a coincidir con ellos. Sólo los volví a ver en directo hace un par de años, cuando se cumplían 10 del asesinato de mi extrañado José Couso, don Xosé. Me encantan esos grupos que me han acompañado tantos años, a los que acudir, en sus antiguos temas y en los recientes, para encontrarte. Esa sensación es impagable. Bueno, sí, se puede pagar, comprando los cedés, acudiendo (y en eso desgraciadamente no cumplo tanto) a los conciertos. SGAE al margen, por mucho que la bohemia mole, los autores viven de algo. Y si te dan vida, qué menos.
Hoy recupero a los vallisoletanos con eso de que se cumplen los 25 años de esa famosa carta. Felicidades. Y gracias.