martes, 31 de enero de 2012

Los beneficios del ajo

Sí, se nos repite. Pero sería impensable no contar con él en nuestra cocina mediterránea. Por su valor culinario y por sus propiedades para la salud. Ya los egipcios (los de ahora y los de hace miles de años) destacaban su valor vigorizante y los atletas olímpicos griegos (los de ahora y los de hace cientos de años) lo masticaban antes de competir. Se le atribuyen beneficios para la libido y desde la Edad Media se utiliza para combatir enfermedades bacterianas y como antiséptico. Eso sí, mejor en crudo.

Pues hay artista que son ajos. Se repiten, pero me gustan. Y me sientan bien. Muchas veces digo que hay quien tiene una sola canción que calca y calca. Otros que, efectivamente, sólo tienen una canción (y viven de ella). Seguro que te viene a la cabeza una buena colección de casos. Cuando no es del agrado de uno, directamente se aborrece y a correr. Pero cuando gusta, uno aguarda esa melodía, esa letra certera. Aunque evolucionar es bueno, y muchos lo hacen aunque no se les note, la esencia es lo que se espera que mantenga. Y eso es lo complicado. U2 es un caso interesante. Tras una década de éxito que encumbró The Joshua Tree, arrancaron los 90 reinventándose. Achtung baby primero, Zoo TV y Zooropa después, se sumergieron en la electrónica hasta el punto de sobrevivir, sí, pero mostrarse irreconocibles para sus seguidores. Fans (y creo que ellos mismos) que han agradecido, sin duda, la vuelta al sonido original a partir de 2000, retomando la senda con All that you can't leave behind. Preclaro.

viernes, 27 de enero de 2012

Lienzos nómadas y arte subterráneo


El abrazo, de Juan Genovés

El tono político es evidente. Lo suscribo. Pero no hay que olvidar el componente artístico. El abrazo tiene la calidad necesaria para no estar escondido en un sótano. Y más cuando algunas de las obras que cuelgan permanentemente en las paredes del Reina Sofía, para mi gusto, sí podían estar en una cueva en montañas lejanas. Y tan ricamente. Lo que me preocupa es que, al igual que esta pintura archiconocida del valenciano Juan Genovés, anden almacenadas por ahí otras obras de indudable calidad. No sólo en la pinacoteca de Santa Isabel 52. Sino en otras como El Prado, donde por muy grandes que sean sus salones, por muchas ampliaciones que se le añadan, no hay espacio suficiente para tanto tesoro.

Y no es plan tampoco que las obras vayan de un sitio para otro como almas errantes, como lienzos nómadas, con el riesgo evidente para su propia conservación (y propiedad). ¿Pero no habría una posibilidad, aunque fuera ligera, de generar más espacios públicos donde encontrar y encontrarnos con ese arte oculto? En ocasiones, una sola obra es excusa suficiente para visitar un lugar. Recuerdo en mi primer paseo por Roma ir ex profeso a San Pietro in Vincoli para admirar El Moisés; o a Santa Maria in Cosmedin para confesar mi amor a mi Audrey Hepburn ante la Bocca della Verità. O, sin ir más lejos, entrar a Santo Tomé, en Toledo, para contemplar únicamente El entierro del señor de Orgaz que Doménikos Theotokópoulos pintó allá por el XVI. A lo mejor Genovés no es El Greco. Pero seguro que El abrazo merece su sitio, el Congreso de los Diputados, como se prometió en la pasada legislatura, o donde considere la autoridad. Como otras obras, por desconocidas que sean, que se aburren mirándose unas a otras en los bajos de nuestros mejores museos. Muchos querrían, muchos quiséramos, poder crear una exposición fija con lo que, por desgracia, es sólamente categoría de arte subterráneo. Hay tesoros ocultos que no se merecen estar tan abrigados, por mucho que así ni pasen frío ni les caiga polvo. 

Por ejemplo, aquí van media docena de cuadros que no están expuestos, que no han tenido la suerte de disponer de un clavo al que agarrarse, de una pared que Patrimonio Nacional les ceda para el disfrute de todos. Todos ellos están en depósito en el Museo Nacional del Prado.

Paisaje, de Eliseo Meifrén Roig

La prueba del fuego (Santo Domingo y los albigenses), de Pedro Berruguete

Noticias frescas, de Luis Graner y Arrufi

Oración en el Huerto, de Domenico Tintoretto

Ordenación y primera misa de San Juan de Mata, de Vicente Carducho

Paisaje con pastores y ganado, de Adriaen Fransz Boudewijns

jueves, 26 de enero de 2012

Una llama que ilumina

Confieso que, aquel 13 de febrero de 2005, viendo arder la torre Windsor, mientras intentaba narrar sin repetirme lo que veía, mientras intentaba evitar que la batería del móvil se agotara, mientras respondía al presentador y a los tertulianos del programa de debate y actualidad rosa que en ese momento estaba en el aire, pensaba que el incendio no estaba siendo fruto de la casualidad. Gabriela Cañas debió imaginar lo mismo. La diferencia, que ella se lanzó a construir una novela, un thriller si se permite el término, en la que encajan perfectamente realidad y ficción (aunque quién sabe). Seguro que más de un periodista saboreará especialmente algunos momentos de la obra. Se nota el espíritu de la autora. También su paso por Moncloa en esa forma de bucear en el poder. En definitiva, la novela de una novel que disimula como pocos que, aunque no es su primera obra, sí es la primera que se atreve a publicar. Bien por la osadía. El resultado es el mejor ejemplo de que hay que lanzarse.


Con sencillez narrativa, Gabriela nos conduce a través de Rosa y su universo en el asesinato de su hermana Ana, una empresaria de éxito en un mundo de hombres. Pero, aunque la reivindicación no deja de estar latente, que tampoco se vea como un canto feminista al uso. Es un retrato femenino, con su enfoque y sus detalles, con esa mirada que persuade hasta engancharte. Amor, inseguridad, maltrato, corrupción, justicia… Una venganza tejida entre lágrimas y fragilidad, que resulta poderosa y transformadora.

Torres de fuego, de Gabriela Cañas, está editado por Roca Editorial

jueves, 12 de enero de 2012

The Artist-azos

Sí, vale, no me he comido mucho la cabeza pensando un título. Prefiero comerme las mandarinas que me acabo de pelar. ¿Absurdo? Pues igual que pensar en hacer una peli muda a estas alturas de la película. ¡¡¡¡Y en blanco y negro!!!! Pero ¿qué invento es esto? que diría Sara Montiel. Pues Sara Montiel no, pero el cine estaba lleno de gente de edad. No sé si para recordar momentos pretéritos o, como hicieron las tres señoras que teníamos dos filas más adelante, tocarnos la moral por no decir algo inmoral. Algún día mandaré mi educación a paseo y la montaré gorda. No, no tenían ningún defecto visual. Ni auditivo (la cinta era muda, tampoco hubiera pasado nada). Pero ahí que se pegaron las tres hijas cada una de una madre o de la misma comentando cada jugada. Si el argumento tampoco era para tanto, ¡¡¡¡¡¡¡¡por Dios!!!!!!!!! En fin, que qué se le va a hacer. La próxima, me levantaré y, educadamente, me cagaré en sus muertos. Dicho lo cual, a lo que iba. Como siempre, intentaré no desvelar nada de la película más allá de lo que ya he dicho. Simplemente procuraré trasladar mis sensaciones.

La primera, y mejor, que parece que estás en un cine en los años 20. Esa estética cuidada en los títulos de crédito, esa música… Incluso ese toque de hacer el encuadre como un trapecio (la parte baja de la pantalla algo más ancha que la parte alta) que daba como una mayor grandeza a la pantalla. O, al menos, en la pequeña sala del cine en el que asistí a la película se veía así. Lo cierto es que con todos esos ingredientes lograron trasladarme en el tiempo casi un siglo. Y sólo por eso merece la pena. El argumento, lo dicho, sin pretensiones. La ambientación, muy trabajada. Y la interpretación, genial. Los secundarios (John Goodman y James Cromwell, entre otros), principales. El perro, Uggie, de Oscar (r). Bérénice Bejo, la protagonista, cautivadora. Y Jean Dujardin, no un trabalenguas sino el nombre del actor protagonista, fantástico. La verdad es que sólo lo había visto antes en una comedia, parodia del cine de espías, que un día pasó por delante de mí en un zapping y acabó quedándose hasta el final. En esa OSS 117: El Cairo, nido de espías, Dujardin hizo mucho más que una imitación a James Bond. No creo que esa película pase a la historia del cine (aunque todo es historia). Posiblemente, con más perspectiva, The Artist tampoco. Sería una pena, porque sólo el proyecto, y el resultado final, bien lo vale.

Michel Hazanavicius, el director, tanto de la saga del agente OSS 117 como de The Artist, ha querido hacer así un homenaje a los directores a los que admira, porque prácticamente todos proceden del cine del mudo. Yo me sumo a ese reconocimiento. A esa forma de valorar la imagen, de su fuerza para contar historias. La palabra es maravillosa, extraordinaria. Pero a veces, como alargar más este texto, sobra.